~Mi infancia son recuerdos...~
... y no de un patio de Sevilla, como escribiera nuestro insigne poeta, Antonio Machado. Llevo una semana disfrutando de mi Málaga con David y con Alaia. Me vienen muchos recuerdos, y a veces creo que la memoria me falla (no es de extrañar, entre mi despiste y que me da la sensación que desde que he tenido a Alaia, tengo el cerebro reblandecío) o tal vez el paso del tiempo haya creado una neblina en mi imaginación y descubro que muchas de las cosas de mi Málaga no son tal y como yo las recordaba.
Como explicó un catedrático de literatura afroamericana en una de sus clases en Williams (he tratado de acordarme del nombre de este catedrático, pero, repito, la memoria me falla y la pechá de años que han pasado tampoco ayudan), los inmigrantes (grupo en el que me incluyo) somos aquéllos que acabamos viviendo en tierra de nadie: por un lado no acabamos de pertenecer del todo a la sociedad que nos acoge: nos integramos; aprendemos el idioma, la cultura, las costumbres; acabamos, en muchos casos, formando familias en este nuevo hogar; pero no acabamos de encajar: por muy bien que hablemos el idioma, no le acabamos de coger todos los matices; por muy estupendamente que nos vaya en nuestra ciudad adoptiva, nunca es como la nuestra; por mucho que te intente explicar la gente de tu quinta su juventud, los programas de la tele que veían o lo que comían de pequeños, no lo acabas de entender del todo y bueno, ponte tú a explicarles a ellos lo que hacías de tú de chico, a lo que jugabas o lo que era la merienda, por poner un ejemplo.
En muchos casos (yo creo que en la mayoría), los inmigrantes no vamos con la idea de quedarnos para siempre en el puerto de destino. Algunos hasta prueban diferentes puertos antes de quedarse en el destino final. Es un viaje temporal: vamos a probar suerte, a ver qué pasa, a vivir nuevas experiencias y luego, nos vamos a volver a casa. O al menos, eso es lo que nos creemos. Y entonces pasa el tiempo: un año, y aún no es el momento de volver a casa; otro, y andas liado en otra cosa; para cuando el inmigrante se quiere dar cuenta, han pasado una pila de años, ha hecho su vida en otro sitio que, probablemente, tenga muy poco que ver con su ciudad de origen. Puede ser que hasta tenga una familia y al final, decide quedarse en su "otra" casa.
Sin embargo, el inmigrante añora su casa, y con el paso del tiempo, tampoco pertenece a la misma (según este catedrático). Su ciudad de origen, su barrio de toda la vida, sus amigos del alma evolucionan a un ritmo distinto al de la vida del inmigrante. A esto hay que añadirle el filtro que la nostalgia coloca en la memoria del inmigrante: cómo recuerda su barrio para adaptarse al nuevo barrio que le acoge; los recuerdos de su ciudad para sobrevivir una ciudad nueva y que inicialmente puede parecerle hostil; el clima de casa, para aclimatarse a su nuevo hogar.
El inmigrante vuelve a casa de visita, pensando que va a encontrarse con lo que dejó meses, años atrás: el mismo kiosko; las mismas tapas; la misma gente... y se encuentra con que, con el paso del tiempo, esos referentes han cambiado. Algunos son los mismos; otros, no tanto.
Me viene a la cabeza esta clase de hace años porque he vuelto a mi Málaga y me doy cuenta de lo muchísimo que ha cambiado mi ciudad y de que hay cosas que por mucho que intente explicárselas a David o a Alaia (en el futuro) nunca, nunca, las van a poder comprender. Me sorprendo con las cosas nuevas que veo y me decepciono con las que pensaba recordar de cierta manera y ahora no son como eran (o, mejor dicho, como las recordaba).
De las cosas que recuerdo que aún siguen igual a como las recordaba hace 10 años (que son los que llevo en Nueva York) están el olor a sal cuando vas por el Paseo Marítimo; el sonido de fondo de las voces de la gente en las noches de verano, charlando en Santa Gema, que siempre me recuerda a noches de verano y las puestas de sol en la bahía de Málaga, que son irrepetibles.
Hace un ratito, a las 4.45am (¿quién me diría a mí hace un par de años que me levantaría esas horas? ¡Si esas son las horas en las que una llegaba a casa a acostarse!), Alaia me ha despertado y nos hemos sentado las dos al lado de la terraza de casa de mi madre, con la luna llena reflejándose en el mar; el olor a sal y el sonido de fondo de los grillos y algún coche perdido en la carreterilla de la playa. Y me he dado cuenta de lo mucho que voy a tener que contarle sobre Málaga cuando volvamos a Brooklyn.
... y no de un patio de Sevilla, como escribiera nuestro insigne poeta, Antonio Machado. Llevo una semana disfrutando de mi Málaga con David y con Alaia. Me vienen muchos recuerdos, y a veces creo que la memoria me falla (no es de extrañar, entre mi despiste y que me da la sensación que desde que he tenido a Alaia, tengo el cerebro reblandecío) o tal vez el paso del tiempo haya creado una neblina en mi imaginación y descubro que muchas de las cosas de mi Málaga no son tal y como yo las recordaba.
Como explicó un catedrático de literatura afroamericana en una de sus clases en Williams (he tratado de acordarme del nombre de este catedrático, pero, repito, la memoria me falla y la pechá de años que han pasado tampoco ayudan), los inmigrantes (grupo en el que me incluyo) somos aquéllos que acabamos viviendo en tierra de nadie: por un lado no acabamos de pertenecer del todo a la sociedad que nos acoge: nos integramos; aprendemos el idioma, la cultura, las costumbres; acabamos, en muchos casos, formando familias en este nuevo hogar; pero no acabamos de encajar: por muy bien que hablemos el idioma, no le acabamos de coger todos los matices; por muy estupendamente que nos vaya en nuestra ciudad adoptiva, nunca es como la nuestra; por mucho que te intente explicar la gente de tu quinta su juventud, los programas de la tele que veían o lo que comían de pequeños, no lo acabas de entender del todo y bueno, ponte tú a explicarles a ellos lo que hacías de tú de chico, a lo que jugabas o lo que era la merienda, por poner un ejemplo.
En muchos casos (yo creo que en la mayoría), los inmigrantes no vamos con la idea de quedarnos para siempre en el puerto de destino. Algunos hasta prueban diferentes puertos antes de quedarse en el destino final. Es un viaje temporal: vamos a probar suerte, a ver qué pasa, a vivir nuevas experiencias y luego, nos vamos a volver a casa. O al menos, eso es lo que nos creemos. Y entonces pasa el tiempo: un año, y aún no es el momento de volver a casa; otro, y andas liado en otra cosa; para cuando el inmigrante se quiere dar cuenta, han pasado una pila de años, ha hecho su vida en otro sitio que, probablemente, tenga muy poco que ver con su ciudad de origen. Puede ser que hasta tenga una familia y al final, decide quedarse en su "otra" casa.
Sin embargo, el inmigrante añora su casa, y con el paso del tiempo, tampoco pertenece a la misma (según este catedrático). Su ciudad de origen, su barrio de toda la vida, sus amigos del alma evolucionan a un ritmo distinto al de la vida del inmigrante. A esto hay que añadirle el filtro que la nostalgia coloca en la memoria del inmigrante: cómo recuerda su barrio para adaptarse al nuevo barrio que le acoge; los recuerdos de su ciudad para sobrevivir una ciudad nueva y que inicialmente puede parecerle hostil; el clima de casa, para aclimatarse a su nuevo hogar.
El inmigrante vuelve a casa de visita, pensando que va a encontrarse con lo que dejó meses, años atrás: el mismo kiosko; las mismas tapas; la misma gente... y se encuentra con que, con el paso del tiempo, esos referentes han cambiado. Algunos son los mismos; otros, no tanto.
Me viene a la cabeza esta clase de hace años porque he vuelto a mi Málaga y me doy cuenta de lo muchísimo que ha cambiado mi ciudad y de que hay cosas que por mucho que intente explicárselas a David o a Alaia (en el futuro) nunca, nunca, las van a poder comprender. Me sorprendo con las cosas nuevas que veo y me decepciono con las que pensaba recordar de cierta manera y ahora no son como eran (o, mejor dicho, como las recordaba).
De las cosas que recuerdo que aún siguen igual a como las recordaba hace 10 años (que son los que llevo en Nueva York) están el olor a sal cuando vas por el Paseo Marítimo; el sonido de fondo de las voces de la gente en las noches de verano, charlando en Santa Gema, que siempre me recuerda a noches de verano y las puestas de sol en la bahía de Málaga, que son irrepetibles.
Hace un ratito, a las 4.45am (¿quién me diría a mí hace un par de años que me levantaría esas horas? ¡Si esas son las horas en las que una llegaba a casa a acostarse!), Alaia me ha despertado y nos hemos sentado las dos al lado de la terraza de casa de mi madre, con la luna llena reflejándose en el mar; el olor a sal y el sonido de fondo de los grillos y algún coche perdido en la carreterilla de la playa. Y me he dado cuenta de lo mucho que voy a tener que contarle sobre Málaga cuando volvamos a Brooklyn.
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