Vaya con la caló en NY

domingo, abril 24, 2011

~Dubuque~

En mi barrio hay muchísimos restaurantes, tal vez demasiados, y lo que pasa cuando a una le gusta tanto la calle es que, al final, te acabas aburriendo un poco (aunque, como se me da tan mal eso de cocinar, lo de salir es más por instinto de supervivencia que por otra cosa).

Hace poco abrieron un bar de tapas cerca de casa y fuimos a probarlo y, la verdad, bastante decepcionados (por lo que nos ahorraremos el escribir sobre ellos). Probamos otro local que no estaba nada mal (especialmente si tenemos en cuenta que los dueños tienen un mini-imperio hostelero en mi barrio y los tenía un poco atravesados. Reconozco que, a veces, lo personal interfiere con lo profesional), y aunque tengan ofertillas, los precios acaban siendo un poco prohibitivos para frecuentarlo. Y sí, todo el mundo te dice que el clavo te lo meten con el alcohol, pero ¿cómo se toma uno unas tapitas sin una cervecita o un vinito?

Esta noche, en vista de que no teníamos nada en la nevera, fuimos a probar un local que abrieron hará un par de meses. Se llama Dubuque y aunque el nombre sea el mismo que el de una ciudad del estado de Iowa (vamos, donde Cristo perdió las llaves), este restaurante utiliza el nombre como acrónimo de "Down Under the Brooklyn Queens Expressway" (Debajo de la autopista que une Brooklyn con Queens y que todo el mundo la llama BQE, pronunciado a la americana /bi-kiu-i'/). Tiene gracia el juego de palabras, porque he visto ya un par de locales que utilizan topónimos para que el personal se imagine de qué va la cocina y, obviamente, este local se dedica a lo que se conoce como cocina tradicional americana. Sí, es lo que pensáis: hambuguesas de todo tipo.

Total, que allá que vamos, bastante temprano, porque la niña se nos caía de sueño y estaba trabajosilla (es de las que no sigue la sana costumbre hispana de dormir la siesta... ya se arrepentirá, con lo que daría yo por pegarme una, sobre todo en verano, con la plasta de caló). Lo bueno de tener críos y salir con ellos, es que al menos te ahorras todas las colas que a veces hay que hacer aquí si quieres salir a cenar.

El restaurante es pequeñito y muy coqueto, con paredes de color mostaza y con madera oscura como contrapunto, con una barra de madera y cocina abierta en la que puede verse como se prepara la comida. Así que nada, nos sentamos y vemos el menú, en el que, aparte de unos primeros interesantes, hay ocho tipos de hamburguesas (con todo tipo de carne (y hasta de pescado y verdura). Vamos, el que no se coma una hamburguesa aquí, es porque no quiere). No soy de las que coma mucha carne, pero los ojos se me fueron disparados a la hamburguesa de cerdo (a pesar de que algunos la consideren carne infiel, tal y como quería convencerme un amigo sevillano, mientras se ponía púo de comer pinchos de chorizo en mi casa), más que nada porque tenía chorizo y salsa romesco. Y ya que vamos a comer carne, pues hagámoslo con todas las consecuencias, digo yo.

De primero nos pedimos un plato de calamares fritos que venían con una mayonesa de anchoas y una salsa de tomate picante. Tengo que confesar que al probarlos, podía pensar que estaba en un chiringuito post-moderno (no creo que nos pusiesen esas salsas con la típica fritura malagueña), ya que los calamares estaban buenísimos y muy tiernos (nada que ver con algunos que he probado por estos lares y que hacen que te preguntes porqué no escarmientas y dejas de pedir calamares en locales que no estén junto a las playas de Málaga) y las salsas les iban estupendamente, no para disimular, sino para realzar el sabor. Lo único que fallaba: las vistas a la calle, en vez de al mar, pero es que una no puede tenerlo todo.


Y por fin llegaron las hamburguesas (David se pidió una hamburguesa normal con queso, y me dijo que no estaba mal, pero tampoco como para tirar cohetes). La mía estaba espectacular con trocitos de chorizo dentro de la hamburguesa, y la salsa romesco que le iba de perlas a la carne. No necesitaba nada más.



Para colmo, cuando terminamos, el camarero, un tipo con unas barbas de esas que se te quedan grabadas en la memoria, nos recitó la lista de postres caseros que tenían y no lo pudimos evitar: tarta casera de mascarpone con melocotón. Total, de perdidos al río. Lo que nos dijo también era que, para la próxima vez, debíamos pedir las coles de Bruselas que, según él, están buenísimas (y eso que no me gustan, nos dijo). Me ha entrado la curiosidad, porque las coles de Bruselas no me gustan nada y dudo que puedan convencerme de lo contrario.

Creo que no podré comer en una semana, pero ha merecido la pena... sigo pensando en ese romesco y lo bien que va el chorizo con todo... hasta en una hamburguesa... y en la posibilidad de que algún día hasta me gusten las coles de Bruselas.

Dubuque
548 Court Street
Brooklyn, NY 11231
Tel: (718)596-3248

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jueves, abril 07, 2011

~Man Push Cart~

Últimamente me ha dado por ver películas de varios géneros, pero con un denominador común: en todas ellas, uno más de los personajes es la ciudad de Nueva York. Me sorprende cómo los distintos directores consiguen sacarle jugo a esta actriz tan versátil, resaltando sus diferentes facetas: a veces es dura; otras, es un simple espectador, que sabe algo y no nos lo cuenta; en ocasiones es romántica y otras veces es violenta. Tiene su lado de glamour y su lado de extrema pobreza. Es alegre y le gusta la jarana, pero también es solitaria y triste.

La primera que vi, es el clásico de 1979, The Warriors, una película en la que puede verse la Nueva York de los 70, a un ritmo trepidante. Una ciudad de todo, menos segura, en la que una noche, todas las bandas callejeras envían a nueve de sus miembros, desarmados, a un parque del Bronx. Acuden a la llamada del líder de la banda más poderosa, para hablar sobre la posibilidad de terminar las rencillas entre ellos y unirse para tomarse la justicia por su mano y, de paso, la ciudad. El carismático líder muere asesinado en esta reunión y se acusa (injustamente) a los Warriors, una banda de Coney Island, de este asesinato. Los Warriors tendrán que intentar llegar a Coney Island, su territorio, desde el Bronx, sin morir en el intento. Nueva York se transforma en un campo de batalla, en el que cada esquina puede ser mortal. Acechante, no sabemos si encontraremos enemigos o una mano amiga que nos ayude a llegar sanos y salvos hasta el mar.

No podían faltar las películas de Woody Allen, en las que no falta el sentido del humor y en las que se ve esa relación amor-odio con la ciudad y todas las neurosis que tenemos los que llevamos ya algún tiempo aquí. Y cómo no, la saga de El padrino o GoodFellas. Tampoco me he perdido el Nueva York subterráneo de The Taking of the Pelham One Two Three.

La última que he visto que me ha llamado mucho la atención es la película independiente Man Push Cart, del director Rahmin Bahrani. La película nos muestra el día a día de un pakistaní, Ahmad, que se dedica a vender café en uno de los múltiples carritos que forman parte del ritmo vital de la Gran Manzana. Poco sabemos de su pasado: sólo que es viudo y que tiene un hijo de corta edad al que cuidan sus suegros y al que no le dejan ver con frecuencia. A lo largo de la hora y media que apenas dura la película, vemos como parece que la suerte de Ahmad cambia para bien. Conoce a un compatriota, Mohammed, que le reconoce como un cantante de rock conocido en Pakistán, y que dice que puede ayudarle a volver a la fama que tenía. También conoce a una chica de Barcelona y consigue poner una fianza de $5,000.00 para comprar el carrito con el que se gana la vida. No cuento más.

Para mí es un poco una mezcla del mito de Sísifo y el American Dream. Habla de la terrible soledad que se puede llegar a sentir en esta ciudad, pero lo que me ha hecho escribir sobre esta película es como nos muestra otra cara de la ciudad de Nueva York. Esa cara menos glamourosa, que se levanta temprano todos los días, cansada y ojerosa, para ir a trabajar, y encima con una sonrisa. Me ha dado mucho qué pensar. He pensado en la nepalí y en la polaca que me ponen el café cada día, a las que no tengo ni que decirles como me gusta y que, por una de esas casualidades cósmicas, las tres somos las mayores de cuatro hermanos... tres niñas y un niño, y el niño el más chico. He pensado en el afro-americano que me saluda todas las mañanas cuando paso la tarjeta de seguridad para entrar en el edificio en el que trabajo. He pensado en el mexicano que me sirve el plato de pasta de vez en cuando, que me cuenta las travesuras de su hijo de dos años y del pequeño que tiene de camino. He pensado en la dominicana que viene por la noche a limpiar en el edificio en el que trabajo y que me cuenta cosas sobre su nieto. He pensado en el ruso que nos ayuda a gestionar el edificio en el que vivo. Y esto es algo que creo que la película ha logrado retratar: esa cara invisible que mueve la ciudad de Nueva York día a día. Y lo ha conseguido a base de pequeños detalles: las tazas de café, los paraguas de la gente, las revistas de un kiosko, la lluvia sobre las alcantarillas, el viaje en metro. He visto la ciudad por la que me muevo con otros ojos. Las calles por las que paso con frecuencia, las he visto retratadas con un poco de nostalgia. Y es que hay veces en las que se agradece que te hagan pensar.

Ahí va el enlace al trailer de la película. ¡Qué lo disfrutéis!